Dos verdaderas revoluciones han atravesado este siglo: la revolución cuántica y la revolución informática.
La revolución cuántica podría cambiar de manera radical y definitiva nuestra visión del mundo. Sin embargo, nada ha ocurrido desde principios del siglo XX: las masacres de los huma- nos por los humanos aumentan sin cesar y la visión tradicional sigue siendo el amo de este mundo. ¿De dónde proviene esta ceguera? ¿De dónde proviene ese eterno deseo de hacer algo nuevo con lo viejo? La novedad irreductible de la visión cuántica sigue siendo dominio de una pequeña élite de científicos de punta. La dificultad de transmisión de un nuevo lenguaje hermético -el lenguaje matemático- es, desde luego, un obstáculo considerable; pero no es infranqueable. ¿De dónde proviene ese pretendido desprecio, sin ningún argumento formal, por la naturaleza discreta e impotente en cuanto al sentido de la vida?
La revolución informática, que se muestra ante nuestros ojos maravillados e inquietos, podría llevarnos a una gran liberación del tiempo consagrado a nuestra vida y no, como lo cree la mayoría de los seres de esta tierra, a nuestra supervivencia. Podría llevarnos a compartir conocimientos entre todos los humanos como preludio de una riqueza planetaria compartida. Pero aquí, tampoco ocurre nada. Los comerciantes se apresuran por colonizar el ciberespacio y profetas desconocidos nos hablan sólo de peligros inminentes. ¿Por qué somos tan ingeniosos, en cualquier situación, para develar todos los peligros posibles e imaginables, pero tan pobres cuando se trata de proponer, de construir, de edificar, de hacer surgir lo nuevo y lo positivo, no para un futuro lejano, sino para el presente, aquí y ahora?
El crecimiento contemporáneo de los saberes no tiene precedente en la historia humana. Hemos explorado escalas inimaginables en otra época: de lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande, de lo infinitamente breve a lo infinitamente largo. La suma de los conocimientos en el Universo y los sistemas naturales, acumulados durante el siglo XX excede, de lejos, todo lo que se ha podido conocer en todos los demás siglos reunidos. ¿Cómo es posible que cuanto más conocemos de qué estamos hechos, menos comprendemos quiénes somos? ¿Cómo
es posible que la proliferación acelerada de las disciplinas vuelva cada vez más ilusoria la unidad del conocimiento? ¿Cómo es posible que cuanto más conocemos el universo exterior, más insignificante -incluso absurdo- se vuelve el sentido de nuestra vida y de nuestra muerte? ¿Será que la atrofia del ser interior es el precio que tenemos que pagar por el conocimiento científico? La felicidad individual y social que el cientificismo nos prometía se aleja indefinidamente como un espejismo.
Tal vez se nos dice que la humanidad siempre ha estado en crisis y que siempre ha encontrado la manera de salir adelante. Esta afirmación era cierta en otro tiempo, y hoy sólo equivale a una mentira, porque, por primera vez en su historia, la humanidad tiene la posibilidad de autodestruirse, por completo, y sin ninguna posibilidad de regreso.
Dicha autodestrucción potencial de nuestra especie tiene una triple dimensión: material, biológica y espiritual.
En la era de la razón triunfante, lo irracional actúa más que nunca.